^ Hendrik Johannes Cruyff, uno de los más grandes jugadores de la historia del fútbol, retratado durante un partido de la segunda ronda frente a Argentina –donde marcaría dos goles– el 26 de junio de 1974 en el Parkstadion en la ciudad de Gelsenkirchen.
^ Una escena del partido final de la Copa del mundo de 1974: Johann Neeskens de Holanda y Hans-Georg Schwarzenbeck de Alemania, disputan el balón frente a la mirada de Sepp Maier, Franz Beckenbauer, Johann Cruyff y 75 400 espectadores en el Estadio Olímpico de Munich, el 7 de julio de 1974.
^ El capitán de Alemania, Franz Beckenbauer, levanta el flamante trofeo "Copa Mundial de la FIFA" de manos del presidente de Alemania Federal Walter Scheel (a su derecha).
^ El golero de Zaire, Kazadi Mwamba despeja la globa frente a la presión del delantero brasileño Jair Ventura Filho "Jairzinho" en el partido de primera ronda entre los dos equipos, jugado el 22 de junio de 1974 en Gelsenkirchen.
^ Dusan Bajevic celebra el noveno gol de su equipo, Yugoslavia, frente a Zaire, mientras el arquero Tubilando Ndimbi se lamenta. Ndimbi entró como reemplazante del arquero titular de su equipo a los 21 minutos del primer tiempo, cuando el marcador era 3 a 0 en contra. Antes de topar su primera pelota, ya Zaire encajó el 4 gol a los 22 minutos.
^ Afiche oficial del torneo.
Escrito y narrado por Rafael Barriga
¿Quién se acuerda de los perdedores? ¿Está la memoria allí, presente, solo para los ganadores, para aquellos que logran finalmente levantar la copa?
Perder puede aniquilar a un gran equipo, o puede hacer, también, que se levante de sus cenizas. En la historia de la Copa del Mundo de fútbol se ha dado los dos casos. Cuando en Once de Oro de Hungría, considerado por muchos como el mejor equipo de todos los tiempos, perdió en la final de 1954 contra Alemania, su destino fue devastador. Nunca logró levantarse. El fútbol húngaro nunca volvió a ser el mismo. Lo contrario pasó con Brasil. Luego de su impensada derrota frente a Uruguay, en 1950, en el “Maracanazo”, Brasil se repensó. Dejaron de ser un equipo racista, que culpaba a los afro-brasileños de sus derrotas. Abandonaron el uniforme blanco y se acuñaron la blusa verde-amarilla. Ganaron 3 copas en 12 años.
Pero las historias que les contaré hoy, provenientes de la copa del mundo de 1974, jugada en Alemania, son distintas. Provienen de los dos extremos de la vida: fortuna e indigencia; proyección y caos; emancipación y despotismo.
La nación africana de Zaire, hoy conocida como la República Democrática del Congo, estaba, en 1974, regentada por un temible dictador: Mobutu Sese Seko. Mobutu se hizo del poder en 1960, traicionando, derrocando y asesinando al líder popular Patrice Lumumba, electo democráticamente. Mobutu gobernó con mano de hierro e instintos asesinos. Para sembrar el terror en su país, para que nadie se atreviera a contradecirlo, asesinaba sin remordimiento a sus opositores.
Era nacionalista, decía que había que imponer en una autenticidad local. A pesar de ello, Mobutu era apoyado financieramente por los Estados Unidos y su antiguo imperio, Bélgica. Zaire era un país muy pobre. Solo 2 de cada 10 niños iban a la escuela. Sin embargo, Mobutu con frecuencia alquilaba un Concorde, y volaba a comprar sus alimentos y lujos en París. Analistas dicen que Mobutu se robó del pueblo del Congo más de 10 mil millones de dólares.
Amantes del boxeo recordarán bien al dictador de Zaire, pues en ese año de 1974 patrocinó y financió la pelea entre Muhammad Ali y George Foreman, el famoso combate llamado “The Rumble in the Jungle”. Ali noqueó, con un violento gancho de izquierda a Foreman, en el octavo asalto, en lo que se consideraba, hasta ese momento, en el más grande espectáculo boxístico.
Pero nadie recuerda, en cambio, a los jugadores de la selección de Zaire que asistieron al mundial de Alemania en 1974. Nadie los recuerda a pesar de que esos jugadores nacieron y crecieron en la total miseria, comiendo de la basura, levantándose temprano y acostándose tarde para enfrentar su adversidad. Nadie se acuerda que esos muchachos africanos lograron formar un equipo, y que tenían cierto talento. Que lograron ganar la Copa Africana de Naciones y clasificar al mundial, como único representante de África.
En toda su megalomanía, el cleptócrata Mobutu infló las expectativas de su país en torno al equipo. Dijo que serían los nuevos campeones del mundo.
Pagó pancartas inmensas, tanto en Kinshasa, la capital, como en Alemania, avivando a los “Leopardos”, como se apoda al once de Zaire.
Pero una vez en Alemania, donde les tocó en un grupo dificilísimo, contra Brasil, Yugoslavia y Escocia, la realidad tocó sus puertas. Los jugadores estaban asustados por la presión, y enojados, pues a pesar de las pancartas, no habían recibido sus bonificaciones por ganar la Copa Africana.
En el primer encuentro, la situación no fue tan grave. Una derrota contra los escoceses por dos a cero estaba en los papeles. Sin embargo, Mubutu ordenó remover al director técnico del equipo, coincidentemente de nacionalidad yugoslava, su próximo rival. Mobutu pensaba que el técnico pasaba información estratégica del equipo a sus colegas y paisanos bálticos. Mobutu dio la orden de que sea un asesor suyo el que dirija, de ahí en más, el equipo. En el segundo partido, contra Yugoslavia, vino la debacle. 9 a 0 marcó el marcador electrónico del Parkstadion, en Gelserkirchen. El mundo se vino abajo para los Leopardos. Mobutu, desde Kinchasa, estaba furioso. Dio un ultimátum, transmitido a los jugadores por un comando militar enviado especialmente. “Contra Brasil, si pierden por más de 3 goles, el infierno descendería sobre ellos”.
Con terror, con las piernas que temblaban, Zaire entró a la cancha para medir al poderoso Brasil, campeón del mundo reinante. A faltando 10 minutos para terminar el partido Brasil ganaba 3 a 0. Un gol más, y la suerte de los Leopardos sería, seguramente, una tumba fría. Hubo tiro libre para Brasil, peligrosísimo. Fue en ese momento, cuando un defensa pasó a la historia, Mwepo Ilunga, con el balón parado al frente y formando parte de la barrera, escuchó el pitazo del árbitro para que los brasileños pateen; rompió la formación, fue directo a la numero cinco, y la pateó lo más lejos posible. Los brasileños, el estadio y el mundo entero miraron con incredulidad como el defensa ignoraba una regla básica del fútbol. La acción provocó la burla internacional. Pero Ilunga, tenías sus razones. Muchos años después dijo: “lo hice deliberadamente. Nosotros estábamos jugando por nuestra vida. Si Brasil marcaba ese gol, nosotros estábamos muertos. Obviamente yo sabía las reglas. Quería quemar un poco de tiempo”.
Al final, no hubo más goles. Los jugadores de Zaire salieron de Alemania con el comando militar y llegaron a Kinshasa donde fueron retenidos en una cárcel del palacio presidencial por cuatro días, mientras Mobutu decidía si vivirían o no. Al final el dictador les perdonó la vida, pero los Leopardos del 74 vivirían aterrorizados el resto de sus vidas, o hasta la caída del dictador, 23 años después. Perdedores de todo fueron aquellos jugadores de Zaire, así como millones de habitantes de ese país africano que sufrieron esa feroz dictadura.
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La otra cara de la medalla era el equipo holandés. Llegaron a Alemania sin haber ganado nunca un partido en los mundiales, pero tan pronto saltaron a la cancha, se convirtieron en los favoritos.
Los holandeses habían planificado su fútbol desde hace dos décadas. Prepararon a los niños y adolescentes en escuelas especializadas, y crearon un sistema transparente de gestión. Cuando llegaron a 1974, el método funcionaba a la perfección y eso se notó en la cancha. Antes de llegar a la final destrozaron a sus rivales: a Uruguay por 2 a 0, a Bulgaria por 4 a 1, a Argentina por 4 a 0 y a Brasil por 2 a 0. Vestían llamativas blusas anaranjadas, por lo que el mundo les llamó “la naranja mecánica”, en alusión al famoso filme de Stanley Kubrick.
Estaban motivados y, al contrario de Zaire, sus jugadores eran libres. Tenían mucho tiempo para ellos, y sus esposas y novias podían quedarse con los jugadores en el hotel. Jugaban con el pelo largo al viento, collares de colores colgando por su cuello. Cuando saltaban a la cancha, la resiliencia era su sistema: todos podían atacar, defender, administrar o definir el juego. Lejos de ser un caos, era el “fútbol total”.
El “fútbol total” no era un sistema táctico. Era una actitud frente al juego. Era poder jugar cada situación del partido con un involucramiento armónico de los once jugadores. Era un juego de obreros, no de estrellas. Y el maestro mayor tenía un nombre, un jugador inolvidable: Hendrik Johannes Cruyff, atacante nacido en Amsterdam, criado en el Ajax y capitán en el Barcelona. Jugaba con el número 14, y nunca el fútbol había visto alguien como él. Jugaba en la derecha o en la izquierda. Atacaba y en la siguiente jugada defendía. Marcaba goles con clase en el área contraria, o despejaba balones desde la propia. “Aprendí a jugar viendo a Didí y a Garrincha, grandes atacantes brasileños. Pero al mismo tiempo admiré a los sistemas defensivos de Italia” decía Cruyff. Era el nuevo prototipo de jugador de fútbol. Con él empezaba el futuro.
Holanda enfrentó en la final al equipo local, Alemania, que también jugaba muy bien, y era el justo finalista. En el camino tuvo que enfrentar a la República Democrática Alemana, esa mitad de Alemania que tuvo que dividirse por la repartición de la guerra. Fue un partido extraño de dos naciones separadas artificialmente. Fue el único partido que perdieron los alemanes occidentales. Ellos tenían como caudillo al mediocampista Franz Anton Beckenbauer, natural de Munich, y estrella del Bayern, pero tenían otros protagonistas, como Sepp Maier en el arco, Paul Breitner en la defensa y el hombre-gol Gerd Muller, que, en total, marcó la friolera de 14 goles en sus participaciones mundialistas. Los alemanes eran potencia.
El bello estadio olímpico de Munich, construido por el arquitecto Otto Frei para los juegos olímpicos celebrados allí dos años antes, fue la sede donde se congregaron 75 400 espectadores, el 7 de julio de 1974. En el primer minuto de juego, sin que ningún jugador alemán tocase aun la globa, Holanda marcó el primer tanto. Todos pensaban que se venía la avalancha naranja. Pero Holanda, quizás en un exceso de confianza, ralentizó su juego. Los alemanes se aprovecharon, y antes de terminar la primera mitad, ya ganaban dos a uno. El segundo tiempo fue intenso, con Holanda tratando por todos los medios de empatar, y Alemania administrando su ventaja de forma magistral. Así terminó el partido. Johann Cruyff, entrevistado muchos años después, dijo esto, presten atención: (Declaraciones de Cruyff: “Teníamos un fútbol totalmente diferente, en esa época se llamaba el “total fútbol”, era un fútbol alegre, atacando y demostrando calidad técnica, y dos, algo que es muy importante, jugando tan bien, perder una final, se dieron muchísimos elogios. Y yo creo que ser holandés, país pequeño, que sus antiguos días estaba por todo el mundo, entonces creo que donde no hay mucha fuerza, hay que tener inteligencia”.
Beckenbauer alzó la Copa del Mundo, para felicidad de los hinchas locales. En el resto del mundo había una sensación generalizada de injusticia. El mejor equipo, no había ganado, tal como pasó en 1954, a manos de los mismos alemanes. Holanda siguió siendo una potencia futbolística, pero, aunque llegó dos veces más a la final, no ganó, aun cuando en ambos casos fue el mejor equipo.
El fútbol es como la vida, no sabe de justicia.
Y el fútbol, también como la vida, olvida a los perdedores, no importa si son ricos o pobres, si viven en libertad o sufren su esclavitud.
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Este programa ha sido escrito y producido por mi, Rafael Barriga. Emilio Barriga ha escrito e interpretado la música original. He usado extractos de músicas de Karlheinz Stockhausen, El Rego, Giovanni Hidalgo, Salif Keita, Houseband, Kraftwerk y Charly García y Luis Alberto Spinetta, interpretados por Hernán Míguez.