^ Pepe Schiaffino, mediocampista uruguayo, derrota al arquero Moacyr Barbosa en el partido final de la Copa del Mundo de 1950, el 16 de julio en Río de Janeiro.
^ Imagen de una acción del partido entre Brasil y Uruguay en el estadio Maracaná en Río de Janeiro.
^ Afiche original de la Copa del Mundo de 1950.
^ Alcides Ghiggia anota el segundo y definitivo gol en el Maracaná.
^ Joe Gaetjens, joven estudiante de la Universidad de Columbia, en Nueva York, es levantado en hombros por aficionados brasileños luego de la victoria de Estados Unidos sobre Inglarerra, el 20 de junio de 1950 en Belo Horizonte, Brasil.
Escrito y narrado por Rafael Barriga
Moacyr Barbosa, uno de los mejores arqueros de la historia de Brasil, murió dos veces. La segunda y definitiva fue en Julio del año 2000, a sus 79 años, con un ataque respiratorio. Su primera muerte fue 50 años antes, el 16 de julio de 1950, cuando el equipo que defendía perdió por un gol a dos frente a Uruguay, en el partido que el mundo entero conoce como “El maracanazo”.
Una crónica especializada describía así, a Moacyr Barbosa: “Era un golero magistral; un innovador en el arco. Hacía milagros. Desviaba bolas envenenadas”. Barbosa era el titular incuestionable de la selección brasileña de fútbol, que, en ese mundial de 1950, jugaba en casa.
Todo el torneo jugó sin errores, y apenas recibió 4 goles en todos los partidos hasta llegar a ese partido final contra Uruguay. Allí, durante el primer tiempo, sacó verdaderas pelotas de gol a los uruguayos. Brasil solo debía empatar ese partido para quedarse con la copa. Con el marcador 1 a 1, faltando 11 minutos para terminar el partido, el delantero uruguayo Alcides Ghiggia corría sin marca, por el sector derecho. Al acercarse a la puerta, Ghiggia amagó un centro. Moacyr Barbosa creyó, por décimas de segundo, que Ghiggia centraría y dio un paso hacia el centro del arco. Pero el uruguayo tiró, con toda la fuerza de varias décadas de ser el mejor equipo del mundo, directamente al arco. Barbosa voló hacia su palo izquierdo. El balón pasó entre su mano y el poste y se coló increíblemente adentro del arco.
Uruguay era otra vez campeón. Los 199 mil espectadores presentes en estadio Maracaná de Río de Janeiro –si, 199 mil– no lo podían creer. El mayor silencio registrado por la raza humana se hizo en ese estadio. Las imágenes de la única cámara cinematográfica que registró el momento, muestran a Moacyr Barbosa con la tristeza más grande que se ha visto, recogiendo el balón del fondo de las redes.
Todos culparon a Barbosa. La tragedia nacional instaurada por la derrota tenía un responsable.
Los cronistas y los escritores de América Latina han contado mejor la historia de Barbosa. El excelente escritor mexicano Juan Villoro escribe: “Durante noches sin número soñó con el gol del desastre y padeció toda clase de humillaciones públicas. En una ocasión, una mujer lo señaló en la calle y le dijo a su hijo pequeño: «Ese es Barbosa, el hombre que hizo llorar a un país»”. El jornalista y traductor brasileño Eric Nepomuceno escribió: “Fue siempre un arquero eficaz, elegante, ágil, un cuerpo elástico que se dirigía con rápida precisión a la pelota. Pero cometió el peor de los fallos: no logró atrapar la pelota decisiva”.
El ensayista uruguayo Eduardo Galeano, en su bestseller “El fútbol a sol y sombra” escribió: “Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable”.
Barbosa, el gran arquero. El elástico. Y sobre todo: el hombre que era el significado de la mala suerte. El símbolo de la derrota. Barbosa decía hacia el final de su vida: “En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí”.
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La Copa del Mundo de 1950 en realidad debía realizarse, primero, en 1942. Brasil había logrado obtener la sede del evento.
La Segunda guerra mundial hizo imposible su celebración. Una vez terminada la guerra, la FIFA determinó que el torneo se celebre en 1949. Brasil pidió una prórroga de un año, para poder construir y terminar el estadio principal del torneo, el Maracaná, en Río de Janeiro, y que tendría una capacidad de más de 150 mil personas. El presidente de Brasil, Gertulio Vargas, quería demostrarle al mundo que Brasil podía ser una potencia mundial. Quería que su país se unificara para ese deseo, y el fútbol podía proveer ese vínculo de identidad. La construcción del “Estadio Municipal” –hoy conocido como Maracaná, un proyecto arquitectónico monumental, simbolizaba aquello que Vargas idealizaba: “todo es posible en el nuevo Brasil”.
Los equipos de Sudamérica clasificaron sin eliminatorias. Argentina, Ecuador, Perú y Colombia desertaron la clasificatoria. De Europa fueron 8 equipos, entre ellos Italia, el campeón reinante que doce años antes ganó el mundial en Francia.
Los perdedores militares de la guerra, Alemania y Japón, fueron vetados, y los ingleses, que nunca habían participado en los mundiales, decidieron, esta vez, enviar a su equipo.
Lo cierto es que el Estadio Municipal no estuvo terminado en el partido inaugural del mundial, pero, aun así, se jugó allí. El estadio parecía más un almacén lleno de materiales de construcción: tablas por todos lados, varillas, costales de cemento y ladrillos. Gertulio Vargas llegó 30 minutos tarde al juego inaugural, y no pudo dar el puntapié inicial del partido Brasil 4, México 0, que comenzó puntualmente, a las 3 de la tarde del 24 de junio de 1950, frente a 80 mil hinchas que se ubicaron en las tribunas junto a los sacos de cemento y a los militares que los custodiaban.
En uno de los partidos de la primera fase, se enfrentaron los equipos de Inglaterra y los Estados Unidos. Se enfrentaban, pues, los más antiguos practicantes del fútbol contra los más recientes. Viejo contra nuevo. Profesionales contra amateurs. Pero el fútbol es fútbol. Un joven haitiano residente en Estados Unidos, Joe Gaetjens, un joven estudiante de contabilidad de la Universidad de Columbia, en Nueva York, marcó el único gol del partido, dando una de las sorpresas más grandes de la historia del fútbol. Cuando los editores de los diarios ingleses leyeron los telegramas informativos con el resultado, pensaron que había un error mecanográfico, y tuvieron que llamar a confirmar la sorpresiva noticia.
Con el Maracaná finalmente terminado, la fase final del campeonato se jugó, por primera y única vez en los mundiales, con el sistema de todos contra todos. Eran 4 equipos los finalistas, y en el último partido del fixture, brasileños, que habían metido 21 goles en 5 partidos, se enfrentaban a los uruguayos. Era tan superior el equipo brasileño que nadie tenía dudas quién sería el nuevo campeón. El resultado lo sabemos todos, pues el Maracanazo debe ser uno de los resultados deportivos más célebres de todos los tiempos. El diario O Mundo, en su edición matutina del día de la final ya había impreso lo inevitable: “Brasil Campeão”.
Albino Friaça, del Vasco da Gama, anotó el primer gol del partido, a los dos minutos del segundo tiempo. El Maracaná parecía venirse debajo de la emoción. De hecho, una parte se vino abajo: con 200 mil espectadores gritando emocionados el gol, una parte de la losa recién terminada de la cubierta del estadio se desplomó. Hubo 43 heridos, a los que no les importó el susto, el dolor y la sangre. Brasil era casi campeón del mundo. Para ellos, ese gol debía abrir una goleada histórica. Pero no cantaban con que el capitán uruguayo, el corpulento Obdulio Varela, para enfriar a los brasileños, protestó durante casi 15 minutos el gol de Friaça a los árbitros, por supuesta posición impedida.
La táctica funcionó. Pepe Schiaffino, del Peñarol de Montevideo, y el mejor hombre de la cancha, marcó el improbable empate, a los 21 minutos. Y luego, lo dicho, Alcides Ghiggia, también del Peñarol, que corría sin marca, por el sector derecho y al acercarse a la puerta, amagó un centro. Moacyr Barbosa creyó, por décimas de segundo, que Ghiggia centraría, y dio un paso hacia el centro del arco. Y le resto es historia.
En Brasil, todos buscaron un culpable de la desgracia. Dijeron que el campo de entrenamiento del equipo estaba embrujado. Dijeron que el uniforme, que hasta ese partido era blanco, no tenía nada que ver con el colorido de la identidad brasileña. Culparon al técnico, que llevó a los jugadores, antes del partido, a una misa de acción de gracias, donde estuvieron dos horas de pié. Y como todo eso no hacía sentido, culparon a Moacyr Barbosa, el hombre que murió dos veces.
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Este programa ha sido escrito y producido por Rafael Barriga.
Emilio Barriga ha escrito e interpretado la música original.
He usado fragmentos de música de Tabaré Cardoso y Antonio Carlos Jobim y fragmentos percutivos de las tradiciones musicales brasileñas.