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HISTORIAS DE FÚTBOL

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^ Martin Peters, delantero del West Ham United marca el segundo gol de Inglaterra en la final de la Copa del Mundo de 1966, jugada el 30 de julio en el estadio de Wembley, en Londres.

^ La reina de Inglaterra entrega la Copa Jules Rimet a Bobby Moore.

^ Extáticos de emoción, los jugadores de Corea de Norte celebran su victoria frente a Italia, el 19 de julio de 1966 en Middlesbrough, Inglaterra.

^ El arbitro Rudolf Kreitlein expulsa al capitán argentino Antonio Rattin en el partido de cuartos de final entre Inglaterra y Argentina jugado en Wembley, el 23 de julio de 1966.

^ Afiche oficial del torneo.

Capítulo 8:

PiCKLES, EL PERRO

(Inglaterra, 1966)

Escrito y narrado por Rafael Barriga

La Copa Jules Rimet, el trofeo entregado hasta 1970 al equipo ganador de cada Copa del Mundo, era una escultura de plata, enchapada en oro puro de 24 kilates. Mostraba a la diosa griega Niké, la deidad suprema de la victoria, que en la Grecia antigua precedía las competiciones deportivas o los certámenes militares. Niké levantaba sobre sus alas una copa octogonal labrada finamente, con adornos de gemas preciosas. Pesaba casi 4 kilos y medía 35 centímetros. El trofeo fue diseñado y construido por el francés Abel Lafleur en 1930, con ocasión del primer mundial de fútbol.

Llegó a Uruguay, la sede del evento, por vía marítima, en el vapor Conte Verte, dentro de una caja de madera que era acarreada por el propio presidente de la FIFA. El campeón de cada certamen disfrutaba del derecho de tenerla en su poder por 4 años, hasta el siguiente campeonato. Aquel equipo que ganaba el mundial por tercera vez, tendría el derecho de poseerla a perpetuidad.

En 1938, Italia era el campeón del mundo. La segunda guerra mundial se desató. El presidente del a Federación Italiana de fútbol, Ottorino Barazzi, previendo que Roma podría ser bombardeada y saqueada, sacó la copa de la caja de seguridad en la que se encontraba, en un banco romano, y la guardó por seis años en una caja de zapatos en el altillo de su casa. Cuando terminó la guerra, la devolvió a la FIFA, intacta.

La copa era un trofeo preciado. Una joya de incalculable valor simbólico.

Por eso, cuando el 20 de marzo de 1966, cuatro meses antes de la inauguración de la Copa del Mundo a celebrarse en Inglaterra, fue robada de la exhibición pública del trofeo, organizada por la Asociación de fútbol de Inglaterra en el Centre Hall de Westminster, en Londres, el mundo se acongojó. Policía, guardias privados, organizadores de la exhibición y los dirigentes del fútbol se encontraron entre la espada y la pared y haciéndose acusaciones mutuas. Un ladrón había entrado al recinto de la exposición mientras los guardias asistían a una misa en el mismo lugar. ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Cómo pudo desaparecer la copa en el lugar que, siendo la cuna del fútbol, finalmente había obtenido, luego de mucha diplomacia, la sede para albergar el mayor evento futbolístico? Fue horrible. No habían explicaciones razonables de los organizadores.

El Scotland Yard –la división investigativa de la policía británica– se puso manos a la obra.

Los dirigentes y un auspiciante, la marca de rasuradoras Gillette, ofrecieron una recompensa de quinientas libras para el que tenga información. Al poco tiempo, la policía recibió una llamada: “tenemos la copa, queremos un rescate de quince mil libras” dijo la voz del otro lado del teléfono. Se acordó lugar, día y hora para el intercambio. Pero, llegado el momento, ni la policía llevó las quince mil libras en billetes de 20 no consecutivos en un maletín de cuero, ni el presunto ladrón llevó la Copa. No la tenía. Todo fue una comedia al estilo del Gran Lebowski.

La policía no tenía pistas. El escándalo era mayúsculo. ¿Qué premio se llevaría le próximo campeón del mundo?  

Una semana después del robo, David Corvett, un estibador residente del barrio de Norwood, al sur de Londres, paseaba por el vecindario con su perro, un collie negro con manchas blancas llamado Pickles. Al notar que el dogo olfateaba con exageración dentro de un matorral, Corvett se inclinó a ver los contenidos de un paquete envuelto en periódicos viejos, hundidos la tupida maleza y que excitaban mucho a Pickles. Era la copa Jules Rimet, que el ladrón había abandonado allí.

Pickles pasó a la fama.

Recibió la medalla de plata y piedras preciosas de la Liga de defensa animal de Londres y un año de comida de perro gratis, cortesía de una empresa de alimentos. Su dueño, David Corvett, renunció a las quinientas libras de recompensa. “Lo único que quiero, dijo, es que Inglaterra sea el campeón del mundo”.

La copa Jules Rimet se quedaría definitivamente en las manos de Brasil, en el mundial siguiente, en 1970, cuando la verde-amarela consiguió el tricampeonato. En diciembre de 1983 la copa fue robada otra vez, esta vez de la sede de la Confederación Brasileña de fútbol en Río de Janeiro. Los cuatro sujetos que fueron condenados por el robo señalaron al juez que habían fundido la copa en lingotes de plata y oro, y que vendieron dichos lingotes por poco dinero a un comerciante vinculado con la mafia. La joya del futbol, ahora destrozada, en manos de la mafia. Acaso una predicción de lo que vendría en el futuro.

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En 1966, Inglaterra era el lugar para estar. El país se había recuperado de los años grises de la guerra. El Swinging London era un lugar cosmopolita, donde la moda, la música y el glamour estaban en su apogeo. Las galerías y museos de arte estaban llenos. Miren el film “Blow Up” de Michelangelo Antonioni, filmado en ese año en Londres, o escuchen el álbum “Revolver”, una de las obras máximas de los Beatles. Eso era Londres en el 66.

En julio se inauguró la Copa del Mundo, con Brasil como el gran favorito. Pero los brasileños nunca encontraron ritmo. Desde el primer partido, los rivales trataron de cazar a Pelé, la estrella máxima. Lo consiguieron. Pelé no logró terminar el torneo gracias a una serie brutal de patadas propinadas por sus rivales húngaros y portugueses.  

Portugal contaba con un delantero llamado Eusebio, nacido en Maputo, Mozambique. “La perla negra” le decían y jugaba en el Benfica de Lisboa. Era imparable. Hizo nueve goles en el campeonato. Dos de ellos contra el campeón Brasil, a quienes destrozaron. Portugal llegó a las semifinales, donde se enfrentó con el local, Inglaterra. El partido debía jugarse en el estadio del Everton, en Liverpool, pero a última hora la FIFA cambió la sede al Estadio de Wembley, en Londres. Los portugueses llegaron a Londres sobre la hora del partido, en el que fueron derrotados muy ajustadamente por los locales.

En el grupo 4 se dio una anomalía. El equipo representante de Corea del Norte, compuesto por jugadores amateurs, que clasificó al mundial solamente gracias a una serie de boicots y abandonos en la eliminatoria asiática, ganaron por un gol a cero al poderoso equipo de Italia. Los norcoreanos habían sido goleados por la Unión Soviética en su primer partido, y sorpresivamente lograron el empate frente a Chile en su segundo. Italia, en cambio, estaba lleno de estrellas: Gianni Rivera y Giacinto Facchetti, glorias del AC Milan, y Sandro Mazzola, del Inter, entre otros. El fútbol italiano estaba en un momento esplendoroso en ese verano del 66, por lo que resultó inexplicable su derrota –y su eliminación– frente a los desconocidos norcoreanos, cuyo promedio de estatura era de apenas un metro con sesenta y cinco centímetros.

Los norcoreanos clasificaron con esa victoria increíble a los cuartos de final. Allí, les esperaban los portugueses. Para conmoción de todos los espectadores y cronistas, Corea del Norte, a los 25 minutos, ya ganaba 3 a 0. Hizo falta que “la perla de Mozambique”, Eusebio, marque 4 goles, en una de las más gloriosas remontadas de la historia, para vencer a los norcoreanos. Pero los asiáticos ya eran héroes en Inglaterra. El alcalde de Middlesbrough les ofreció una recepción de despedida. Cuando volvieron a Pionyang, la capital de Corea del Norte, su líder máximo, el brutal dictador Kim Il-sung, el patriarca fundador y líder eterno de ese país, no quiso recibir a los héroes. Estaba enojado por la derrota frente a Portugal y porque, según sus asesores, los jugadores se emborracharon y coquetearon con chicas inglesas en la fiesta de despedida. Por años corrió el rumor de que varios de esos héroes del fútbol fueron enviados a campos de concentración para disidentes del gobierno comunista.

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El equipo inglés llegó a la final con relativa comodidad. Sus adversarios estaban enojados porque les tocó un calendario demasiado fácil y descansado. Jugaban cada seis días, mientras sus rivales cada 3. Jugaron todos los partidos en Wembley, mientras sus rivales debían viajar por todo el país. En los cuartos de final, frente a Argentina, tuvieron a su más duro adversario. Los argentinos tenían controlado el partido y hacían lo hacen bien: topar bien la pelota, esconderla, pero también quemar tiempo, entrar fuerte y desesperar al rival. En el minuto 36, el árbitro alemán Rudolf Kreitlein expulsó al capitán argentino, Antonio Rattín, del Boca Juniors de Buenos Aires. La razón: disidencia. Así escribió, con esa palabra, el colegiado en su informe. Rattín, que no entendía nada de lo que estaba pasando, inicialmente se negó a abandonar el campo, discutiendo furiosamente con Kreitlein (a pesar de que ninguno de los dos entendía el idioma nativo del otro) y el juego se detuvo durante más de diez minutos hasta que Rattín se fue de mala gana. Los 80 mil espectadores, en las aposentadurías de Wembley, gritaban “Animals… animals”. El árbitro alemán no volvería a pitar un partido importante en su vida.

La final la jugó Inglaterra, coincidencias de la vida, contra Alemania. El aire estaba espeso de tanto rumor. “Es como si todo hubiera sido construido para que esa final se haga realidad” escribió un cronista francés.

El estadio de Wembley, ubicado en el barrio londinense del mismo nombre, fue fundado en 1923. Allí se corrieron carreras de autos, de caballos y de perros. Se jugó rugby y Muhammad Ali venció a Henry Cooper, para retener su título de los pesados. Allí tocó, muchos años después, Queen, en magnífico concierto, y se dio el famoso recital Live Aid. Pero en ese domingo 30 de julio de 1966, a las tres de la tarde, hora meridiana de Greenwich, y frente a 96 924 espectadores, entre ellos la joven reina Isabel II, el estadio de Wembley lució como nunca antes, y como nunca después.

Inglaterra y Alemania jugaron un partidazo. Faltando un minuto para terminar el partido, y con el marcador dos a uno a favor de los locales, el alemán Wolfgang Weber, del FC Colonia, empató el partido y lo llevó a tiempos extras. Allí, a los 101 minutos, Sir Geoffrey Charles Hurst, del West Ham United, conectó un derechazo dentro del área, hacia el arco, que pegó en el travesaño y cayó en picada sobre la línea misma del gol. ¿Fue en la línea? ¿Fue adentro? El árbitro central no pudo determinarlo. El juez de línea tampoco, pero frente a la presión, los gritos y, quizás, las instrucciones de los dirigentes, indicó que el balón marca Slazenger de travieso color anaranjado había picado adentro. Es uno de los grandes misterios del fútbol. Expertos, cientistas de la imagen y retóricos de la palabra han discutido por décadas si la pelota entró o no.

Lo cierto es que Inglaterra celebraba su primer, y hasta ahora, único campeonato del mundo. Isabel II hizo los honores de rigor, entregando, con una sonrisa de oreja a oreja, al capitán inglés, esa copa milagrosamente recuperada por el perro Pickles. A la fiesta de celebración, el perro y su dueño fueron invitados. A Pickles se le permitió lamer los platos luego del banquete.

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Este programa ha sido escrito y producido por Rafael Barriga.

Emilio Barriga ha escrito e interpretado la música original.

He usado extractos de músicas de Henry Purcell, Claude Debussy, Lennon y McCartney, interpretados por Bill Frisell y Ben Darwish, Henry Mancini interpretado por John Paul Gard, y la percusión de Chago Martínez.