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HISTORIAS DE FÚTBOL

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^ El equipo húngaro de fútbol posa para los fotógrafos antes del partido final de la Copa del Mundo de 1954, jugado el 4 de julio en Berna. Primero desde la izquierda, el capitán del equipo, Ferenc Puskas.

^ Puskas anota un gol –que sería anulado por fuera de juego– frente a Alemania en la final de Berna.

^ El equipo alemán, campeón de la Copa del Mundo de 1954.

^ El equipo de Uruguay, posa para los fotógrafos en el estadio olímpico de Lausana, antes del partido semifinal contra Hungría. Según la crítica, aquel fue uno de los mejores partidos de todos los tiempos.

^ Fotograma del film "El milagro de Berna", estrenado en 2003, dirigido por Sönke Wortmann. Es uno de los films más taquilleros del cine alemán.

^ Afiche oficial del torneo.

Capítulo 5:

el once de oro

(suiza, 1954)

Escrito y narrado por Rafael Barriga

En 1954 el mundo no sanaba del todo de las heridas profundas causadas por la guerra mundial que terminó apenas 9 años antes. Todos los países del mundo estaban en alerta máxima. En América, los Estados Unidos eran ya una enorme potencia mundial, y cuidaba de que nadie en su patio trasero se aficione de ideas comunistas. Golpes de estado en Guatemala y Paraguay, auspiciados por Estados Unidos, derrocando a gobiernos electos por el pueblo y poniendo a feroces dictadores, eran un patrón del ambiente que se vivía en el continente.

Había guerras en muchos lugares: Indochina (que luego se convertiría en la cruenta guerra de Vietnam), la guerra de Corea había dejado muchos muertos, ¿qué guerra no los deja? La Unión Soviética seguía llorando a Joseph Stalin, el gran soldado de Georgia, fallecido el año anterior, con los más grandes funerales jamás vistos.

En medio de ese mundo donde todos dormían con un ojo abierto, ocurrió el quinto mundial de fútbol en Suiza, donde el órgano rector de ese deporte, la FIFA, tenía su sede.

El fútbol, como la guerra que había dominado al mundo durante todos aquellos años, se jugaba con tácticas y estrategias. Los grandes generales, los directores técnicos, elaboraban estilos donde se pretendía afectar a los adversarios. Para algunos, eran tácticas defensivas que obligaban a los mariscales de campo y a los soldados estudiar al enemigo, repeler los ataques y a ver si por ahí, acaso, un contragolpe merecía un gol. Para otros, la estrategia era un juego de equipo coordinado, logrando superioridad por los flancos y artillería pesada al centro. Ataque directo con columnas numerosas y, sobre todo, ejecutadas por jugadores técnicos y virtuosos.

Jugadores técnicos y virtuosos. Individualidades diferentes. Genios del fútbol. Ese resultó ser el método que parecía se iba a imponer en el fútbol mundial en 1954. La selección de Hungría poseía lo que ese necesitaba para imperar y avasallar.

El “Once de oro”, como se le conocía al equipo húngaro de esos años lo tenía todo. Habían jugado 30 partidos desde 1950. Habían ganado todos los 30 partidos. Habían ganado inobjetablemente la olimpiada de Helsinki en 1952. En 1953, se convirtieron en el primer equipo del mundo en derrotar a Inglaterra en el estadio de Wembley, convirtiendo allí nada menos que seis goles, en un partido que los diarios ingleses catalogaron, antes del mismo, naturalmente, como “el partido del siglo”.

Todo lo podía hacer el “Once de Oro”. Tenía jugadores creativos, capaces de jugar en cualquier posición. Rotaban de posiciones en todos los partidos, descuadrando y confundiendo a sus rivales. Y si se quiere hablar de jugadores técnicos y virtuosos, genios del fútbol, Hungría tenía, por lo menos seis: Ferenc Puskas, Nandor Hidegkuti, Jozsef Bozsik, Sandor Kocsis, Zoltan Czibo, y el arquero Gyula Grosics. Todos ellos aprendieron a jugar al fútbol en las canchas de barro que se adaptaban en las riberas del río Danubio, jugando cuando no había bombardeos o rifirrafes de guerra en sus barrios. Eran muchachos pobres, hijos de las guerras y sus secuelas. Cuando eran jugadores juveniles, en 1945, se dio el sitio de Budapest, una batalla entre nazis y soviéticos que dejó 38 mil civiles muertos por las balas, el frío y el hambre. Ahora vivían bajo el régimen comunista impuesto por la ocupación soviética.

En la selección, estaban dirigidos por Gusztáv Sebes, un ex dirigente sindical que lideró huelgas que reclamaban mejores salarios para los obreros. Era un hombre culto, que llevaba a sus jugadores, en los tiempos libres a museos y galerías de arte. Los llevaba también a visitar fábricas, donde los trabajadores los motivaban y heroificaban.  

Entonces, cuando en 1954, llegaron a Suiza a disputar la quinta copa mundial, nada ni nadie podía detenerlos. ¿O sí?

El “Once de Oro” debía sortear por lo menos cuatro grandes obstáculos. El primero fue en la primera ronda, cuando enfrentaron al equipo alemán. Hungría fue una verdadera máquina, y le hizo ocho goles a un muy buen conjunto alemán, que había vuelto de las cenizas de la guerra. Los alemanes, quizás previendo una oportunidad en el futuro cercano, desde el principio quisieron eliminar al mejor hombre húngaro, Ferenk Puskas, el gran goleador. Lo lograron. Aunque cayeron con una paliza memorable, el zaguero central alemán Werner Liebrich propinó una patada descomunal a Puskas, provocándole una fisura en su tobillo derecho, que le impediría jugar los dos próximos partidos. Antes de propinarle ocho goles a Alemania, los húngaros le encajaron nueve a Corea del Sur y llegaron con ese descomunal historial a enfrentar a Brasil en los cuartos de final.

Aquel partido contra Brasil fue conocido comúnmente como “La batalla de Berna”. Hungría ganó con cierta comodidad, pero dentro del campo las hostilidades escalaron. Era el choque soñado: los innovadores del fútbol, los húngaros, frente al nuevo Brasil, los extravagantes artistas de la pelota. Pero fue un fiasco. Durante el partido las patadas no pararon, y al final, una gresca enorme, que involucró a jugadores de ambos equipos, periodistas brasileños y espectadores, terminó en puñetazos y botellas quebradas en las cabezas de las personas. El técnico de Hungría terminó con la cabeza rota, y el árbitro, el británico Arthur Ellis, salvó su vida de milagro. La policía no hizo nada y la FIFA, otra vez, miró para otro lado. No hubo sanciones.

La semifinal encontró a Hungría contra Uruguay. Los sudamericanos llevaban invictos en los mundiales. Habían ganado en 1930 y 1950, y no habían participado en los de 1934 y 1938. Su camino a las semifinales había sido notable, goleando a Escocia y marcando cuatro goles contra los ingleses. El “Once de oro” encontró en Uruguay su escollo más duro hasta ese momento. Hubo que ir a tiempos extras donde Sandor Peter Kocsis, natural de Budapest, y que luego fuera héroe en el Barcelona de España, marcó los dos goles definitivos que llevaron a los húngaros a la final. Uruguay, con su primera derrota en los mundiales, había, sin embargo, cumplido un gran papel.

Alemania, lo dijimos antes, había renacido de las cenizas y ahora había llegado a la final, para enfrentar a los magyares. Durante la guerra, todas las actividades futbolísticas cesaron, y tan solo en 1949 Alemania se reintegró en la FIFA. Tuvieron que construir todo desde cero. Estaban liderados por Sepp Herberger, un entrenador exitoso desde la pre-guerra, y durante la misma fue militante del nacionalsocialismo. A pesar de su pasado nazi, Herberger continuó su carrera, y para 1954 armó un equipo joven y aguerrido. No era, sin embargo, ni una fracción de lo que era el Once maravilloso de Hungría.

La final, un mero trámite a favor de Hungría, decían los comentaristas antes del partido, se jugó en el estadio del barrio de Wankdorf, en la ciudad de Berna, frente a 62 517 espectadores. Antes de los 10 minutos, Hungría ya ganaba 2 a 0. Pero antes de los 20 minutos, y para sorpresa de todos, Alemania empató. Durante el resto del partido, el trámite era favorable para los magyares, pero Alemania aguantaba. Empezó a caer la lluvia. El campo se convirtió en fango. Para el segundo tiempo, los alemanes salieron con unos botines de última tecnología, ultra livianos y con pupos intercambiables de dimensiones mayores a los normales, especialmente creados por el zapatero bávaro Adi Dassler, dueño de la, en ese entonces, pequeña empresa de calzado Adidas, bautizada como su nombre.

Llegó el minuto 86, los alemanes resbalaban menos, y el alemán Helmut Rahn, apodado como “El jefe”, anotó el 3 a 2. El shock en el estadio era evidente. Lo impensable estaba ocurriendo. Los alemanes eran los campeones del mundo. Hungría, con sus grandes estrellas, no podía creer el destino trágico que estaba viviendo. Para los alemanes, el partido quedaría registrado en los anales de su historia futbolística como una jornada de gloria, y se conoce como “El milagro de Berna”.

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“El milagro de Berna” fue un partido parteaguas en la historia del fútbol. Fue una nueva demostración que en el fútbol no hay invencibles, que todo es posible. Para los alemanes, fue un momento para ganar autoestima –destrozada después de la guerra. Fue un momento de saber que el futuro era posible. Y de hecho lo fue. Alemania volvió a ser potencia mundial en todos los sentidos incluyendo el fútbol. Luego de Berna, ganaría la copa del mundo tres veces más.

Los húngaros, en cambio, la pasaron muy mal. 10 mil ciudadanos salieron a las calles de Budapest el lunes siguiente al partido. En principio protestaban contra los jugadores y el entrenador, pero luego la queja iba dirigida contra el gobierno comunista y sus líderes. Dos años después, en 1956, se daría la revolución húngara, una de las primeras rebeliones populares en la cortina de hierro. El fútbol, se había convertido también en un fenómeno sicológico masivo, en el catalizador del descontento popular de una forma nunca antes vista.  Hungría nunca más estaría en la élite del fútbol.

He usado extractos de músicas de Franz Liszt, Johannes Brahms, Kurt Weill y Bertolt Brecht, Elvis Presley, y música popular de la época.